Para Gastón, in memoriam.
Para Norge, en su cumpleaños.
Gastón Baquero en la Casa de la Cultura de Soria, durante su conferencia conmemorativa sobre Rubén Darío: Lo permanente y lo efímero en la obra de Rubén Darío, el 24 de febrero de 1967.
Norge Espinosa Mendoza. Foto de Babak Salari.
Norge Espinosa lee su poema Conversación con Gastón Baquero. Grabado en La Habana, noviembre de 1994.
Conversación con Gastón Baquero.
Yo también, alguna vez, escribí largos poemas.
Poemas infinitos, allá en mi vaga juventud.
Palabras de un sonido cobrizo, irrebatible;
líneas de inponderables serenidades y tristezas.
Versos de una hora semejante a la tarde
y al oro siempre exacto del dolor; versos humanísimos.
Allá en mi juventud, en las praderas imposibles
donde perdí toda heredad bajo el candor de la llovizna.
Poemas que recuerdo, oh sí, tan claramente
como el rostro más amado –que nunca pude acariciar.
Versos ante las ruinas de la capital más triste,
proverbios numerosos repartidos con fervor
en páginas absurdas, azules, asombradas,
que el viento respetó mientras pude sonreírme.
Poemas que firmaba con la voluntad del náufrago
que acaba de morir, que va muriendo en toda isla.
Eran poemas deslumbrantes, aquéllos que escribía
Cuando la vida se explicaba ante mí como un arpegio
de vocación celeste, de indefinibles pájaros
salidos del albor de cada nacimiento.
Yo era joven; no sabía
cuánto valían los poemas, los poemas prodigiosos
que mi mano infantil, sencillamente, despertaba.
Los sitios, las fragancias que debí haber conservado
quedaron siempre allí, en las palabras tan temibles
que ahora no puedo repetir, que jamás regresarían
a mí, que apenas tengo el recuerdo de ese tiempo
en que también dije vivir, y dicté aquellos poemas
tan duramente espléndidos, tan limpiamente hermosos
cuyos nombres hoy pregunto para terminar llorando.
Ah, esos versos infinitos de gravedad tan amplia
que dolía compartir, versos de una sola pieza
y endebles y maltrechos; hijos seguros de mí mismo,
testigos de mi estancia en el más rotundo imperio;
aquella juventud, aquel rubor alto y perdido.
Cómo eran, que fulgían
y solían revelarme el placer ante los cuerpos
que de algún modo poseí, porque así los evocaba;
porque así lo perpetuaba todo, quedamente,
como el niño o el orfebre que de pronto se han mirado.
Cuánto quisiera recobrar el peso antiguo de esas frases
que hace ya tanto tiempo destejí para quién, para qué oído.
Pero ahora soy un hombre que apenas sabe de su hora;
una nube, un velamen azotado por lo incierto,
un anciano sorprendido en las estampas de la noche,
una melancolía sin certeza ya ni rostro
tal un nombre de mujer que se niega a ser cantado.
Ah, aquellos poemas míos, si tan sólo ahora pudiera
tenerlos aquí en mi pecho, cuando el frio en mi voz arrecia
y es la noche larga y tanta, y pasa un pez desorbitado.
Ayúdeme, por Dios, que es la noche larga y tanta
y no se oye la canción, la canción que desbordabamos
del otro lado del mar, del otro lado, para siempre.
Ayúdeme usted; abra de pronto esa ventana
de eterno girasol sobre la cual gobierna.
En otro tiempo yo escribia poemas milagrosos...
Ahora mis manos tiemblan; no hay rosas ya, ni libros.
Nada hay ya sino un pañuelo que se agita pobremente.
En otro tiempo yo escribía poemas fabulosos...
Ayúdeme, por Dios, usted, íntimo del cielo,
ahora que soy un hombre que se despide y se lamenta,
un amargo peregrino que recordar no sabe;
ahora que soy de nuevo aquél que nada tiene en su memoria
salvo los días eternos en que me daba a escribir
poemas extrañísimos, que ya nadie recuerda.
Poemas casi invisibles,
allá en mi juventud.
Norge Espinosa Mendoza, La Habana, 1994.