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Regina H. Maestri (Campo Florido, 1922 - París, 2011), en su 80 cumpleaños, París, 2002. © Fotografía de Javier de Castromori. |
Acabo de saber la mala noticia de boca de otra amiga. Se fue para siempre, desde París, la compañera sin par que tantas alegrías me brindó, aquella que decía de mí que era "plata limpia". Que descanse en paz, su recuerdo será difícil de olvidar. No tengo más palabras...
Les dejo, a modo de homenaje y recordatorio unas memorias de su querida Guanabacoa, escritas por ella en 2002.
Guanabacoa : entre sus aguas, mis recuerdos.*
Regina H. Maestri (Campo Florido, 1922 - París, 2011).
Dedico estas líneas a mi amiga de infancia, la poetisa guanabacoense Martha Vignier, quien se suicidó en 1971, y cuyo trágico destino descubrí gracias a la pluma de Reinaldo Arenas.
"Guanabacoa la bella
con sus murallas de guano
así cantaba un cubano
cuando el hambre lo atropella."
Llegué a Guanabacoa en 1927. Tenía 5 años de edad y, aunque había nacido en Campo florido -una localidad de la llanura habanera-, siempre consideré a Guanabacoa, cuyo nombre aborigen significa “lugar de las aguas”, como la patria chica. En ella pasé la mayor parte de mi infancia y mi adolescencia.
Vivimos en muchas casas : puedo decir que prácticamente en todas las calles importantes de la villa. Mis recuerdos de Guanabacoa, están ritmados por cada cambio de casa; y por ello, en lugar de hacer el recuento cronológico de la vida guanabacoense de entonces, me veo obligada a servirme de las graduales mudanzas de mi familia para situar los recuerdos que deseo compartir.
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La niña Regina en su querida Guanabacoa. © Col. Javier de Castromori. |
La primera de esas casas se hallaba en la calle Palo Blanco (hoy Aranguren), frente a la fábrica de chocolates Armada y al lado de la panadería-bodega El Brazo Fuerte. Tenía un amplio portal, y su patio nos daba mangos y aguacates. Había en él una sifa para los desagües, algo muy corriente en las casas de la vecindad. El olor que se desprendía de aquel tragante no era muy agradable que digamos, pero lo combatíamos con salfumán y creolina. Ese primer recuerdo olfativo de Guanabacoa revivió en mí, muchos años después, cuando llegué por primera vez a Venecia. Quizás por tenerlo ya incorporado a mi memoria olfativa, nunca me molestó el olor de la que considero la ciudad más hermosa de Italia y del orbe. Guanabacoa, como Venecia, atesoraba -en menor escala, por supuesto-, no pocas maravillas. Una vez una amiga (refiriéndose a mi admiración por Venecia), me dijo que no sabía cómo podía gustarme una ciudad con un olor similar. Recuerdo que le dije que yo veía a Venecia con los ojos, no con la nariz. Creo que también vi a la Guanabacoa de mi infancia con mis ojos, ávidos por descubrir sus secretos y deseosos de guiarme en mis primeros pasos por la vida.
Nunca fui una niña de la casa. Desde pequeña recorrí palmo a palmo las calles del barrio, e incluso, le comentaba a mi hermano que, durante mis sueños me escapaba de casa para recorrer las calles montada en una escoba. Hacia 1928, tuvo lugar el último festejo callejero del Día de Reyes. Los ñáñigos salieron, como siempre, vestidos de diablitos con cascabeles como sonajeros colgados del cuello y la cintura. La comparsa atravesaba la villa de Pepe Antonio y el cabecilla de grupo saltaba de una acera a otra. Aunque me prohibieron asistir a aquella demostración de religiosidad y tradición, mi impulsiva independencia me hizo ser testigo del último Día de Reyes en Guanabacoa. Éste es mi recuerdo más importante de aquel año.
Pero, sabido es que el nombre de Guanabacoa siempre ha sido relacionado con todo tipo de manifestación de religiosidad popular, superstición y superchería. Todavía vivía en la casa de Palo Blanco cuando, en 1930, pasó por delante de ella el brujo más famoso de aquel tiempo : El Bolo. Iba muy bien vestido, de blanco inmaculado y con una enorme cadena de oro, haciéndose acompañar por un joven al que criaba llamado Arcadio Calvo (quien también fue brujo, como su protector, hasta su muerte en 1984). Ese día, al verlo pasar, descubrí que el brujo de mis fantasías de niña, era un ser de carne y hueso, común y corriente : un ser que en ocasiones nos podía ayudar. Guanabacoa estaba poblada de brujos y célebre también fue el Taita Gaitán, que con los años se convirtió en vecino mío, y al que mi hija temía. Su casa, con una gran ceiba en el patio, tenía varios canastilleros en el interior.
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La bella y joven Regina. © Col. Javier de Castromori. |
Luego nos mudamos en las inmediaciones del tostadero de café El Regil (Palo Blanco, 141). El hijo de los dueños de aquella empresa próspera, Domingo Trueba, fue fusilado en 1959 en La Cabaña. Su mejor amigo, un negrito de Guanabacoa, me contó que el día de su fusilamiento, se apostó en las afueras de la prisión y oyó la descarga de los rifles que pondría fin a su joven vida.
De Palo Blanco, salimos para la casa de Bertimati, 6 (después de una breve estancia en otra que estaba en la calle Camarera, cerca del arroyuelo de Nazareno, donde había un nicho con una virgen). En Bertimati, jugué por primera vez y a escondidas, a la quimbumbia. Un día, jugando, rompí el vitral de medio punto de la casa de la negra Alejandrina. El ruido que provocó el desplome del cristal anunciaba lo que ocurría en el plano político nacional : la caída estrepitosa del gobierno de Gerardo Machado.
También en Bertimati me convertí, por así decirlo, en celestina de Magdalena Vargas, una vecina a la que acompañaba en todas sus salidas. Fui introducida en casa de la familia Marcuellos, de la cual uno de sus miembros, Raúl, tocaba el piano en el cine Carral, acompañando las proyecciones cinematográficas silentes; actividad que también desempeñaron ilustres hijos de la villa como Ernesto Lecuona y Bola de Nieve. Esta afición musical de Guanabacoa no debe provocar extrañamiento, pues la ciudad tenía entonces dos Conservatorios de Música (el Mateo y el Acosta). La villa vio nacer también a Rita Montaner y al gran pianista “Pepito” Chániz. Y hasta yo tuve mi piano, pero entonces ya nos habíamos mudado para la calle Divisón.
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En Arabia Saudí, con el rigor necesario. © Col. Javier de Castromori. |
Estando en División, en 1934, mi padre contacta a los ñáñigos para que éstos protegieran a las Escuelas Pías (dirigidas por los Escolapios), una institución que los comunistas amenazaban con incendiar. A mi padre, Juan Hernández Ruiz, le llamaban “el Sandino guanabacoense”, por sus actividades antimachadistas y su militancia en el ABC, cuya cédula de Guanabacoa fundó él mismo. La agitación política era muy importante y recuerdo aue por mis propios medios y por andar siempre husmeándolo todo, descubrí que en casa de los Mirazo, se escondían Ofelia Domínguez y Mariblanca Sabá Alomé, que eran grandes conspiradoras contra el régimen. También recuerdo que a casa vino entonces el Iyamba Andrés. Aquel vínculo con la alta jerarquía de esa forma de religiosidad, hizo que me convirtiera en una de las niñas más protegidas de la villa. Lo supe un día en que atravesaba sola el parque y oí que alguien se extrañaba de ver a una niña sola por allí. La persona con quien hablaba el extrañado le respondió : “¡ Pero si esta niña está protegida por todos los ñáñigos de aquí ! ”. Además de ser conocida por todo el mundo, gracias a mi padre, también debo a éste el haber aprendido a fumar tabaco desde niña.
En 1935, terminamos viviendo en la calle principal de la villa : Máximo Gómez, frente al Liceo Artístico y Literario, un lugar histórico donde Martí había hablado por primera vez ante el público, el 21 de enero de 1879. Años después, en 1949, quise aportar algo a la memoria de aquel lugar y traje del Patio de los Granados, en la casa caraqueña de Bolívar, tierra y un documento oficial, firmado por Don Vicente Lecuna, que entregué al Liceo. Pero 1935 fue también el año que marcó mi primer “exilio”. Un exilio dentro de la misma Habana, por supuesto, pues mi padre fue expulsado de Guanabacoa por sus actividades políticas y tuvimos que irnos a vivir a Luyanó. Pero aquel exilio, a diferencia del actual, duró muy poco, y pronto estábamos de vuelta a mi querida Guanabacoa, esta vez instalados en un viejo caserón de la calle Versalles que había sido en otros tiempos una fábrica de jabones.
Ya me había ido convirtiendo, poco a poco, en una joven más formal y me preparaba entonces para ingresar en la Escuela del Hogar. Debía mucho también a mi tía María Teresa Tellechea, que era profesora, y al historiador de la villa, Gerardo Castellanos. A casa venían además Jorge Mañach, Joaquín Martínez Sáez, Emeterio Santovenia, Paco Ichaso, el Padre Pastor González y el Dr. René Lavalette, quien era el director del Sanatorio de Dementes “Pérez Vento”, y quien nos ayudó en no pocas situaciones difíciles en las que a veces nos veíamos, a causa del ideal romántico de mi padre.
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Mujer de temple y dulzura. París, 2002. © Fotografía de Javier de Castromori. |
Quiso la ironía del destino que, después de habernos opuesto, durante un tiempo, a las acciones de los comunistas en la villa, cayéramos de vecinos (en otra mudanza) de los comunistas más feroces de Cuba : los Bellido de Luna. La casa estaba cerca de la antigua Estación Ferroviaria de la que salía el tren para Regla, ya para la fecha inutilizada. Fue en esta época en que tuve a mis primeros amigos : Armando Fernández, Roberto y Francisco Pérez, los tres estudiantes de abogacía y miembros de la Juventud Abecedaria. Desde entonces me gustó reunirme siempre con hombres y nunca he soportado las frivolidades de las reuniones de mujeres.
Ya en los últimos años de mi carrera, entre 1939 y 1941, habiendo vivido entre tanto en dos casas más de la calle Corral Falso, volvimos a mudarnos para Palo Blanco, calle en la que comenzó este largo periplo guanabacoense. Fue ésta mi última vivienda en la villa, antes de irme para Centro Habana. En ella siguieron viviendo mis padres y allí me quedaba cuando volvía los fines de semana a Guanabacoa para visitarlos, e incluso, cuando fui profesora de la Escuela Nocturna n° 2 del Distrito de Guanabacoa.
De más está decir que a pesar de las vueltas de la vida, de lo mucho que ha llovido desde entonces, de mis múltiples estancias en países o ciudades donde nunca imaginé vivir : Venezuela, Ecuador, Washington, Madrid, París y hasta Arabia Saudí, de tantas y tan disímiles experiencias, nunca he olvidado –puedo afirmarlo con franqueza- mi Guanabacoa de entonces. En abril de 1959 salgo de Cuba para Estados Unidos y vuelvo, de visita, a fines de 1960. En febrero de 1961, me doy cuenta de que no podía vivir en Cuba y que aquel sistema no me interesaba. Empieza, como para muchos compatriotas, mi largo exilio.
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Regina H. Maestri y Javier de Castromori en el Cementerio de Montmartre, París, 1999. © Fotografía de Javier de Castromori. |
Regresé a Cuba por primera vez (y hasta ahora única), en 1996. Tenía gran expectación, como es lógico, y me precipité a recorrer las calles de Guanabacoa. Me encontré una ciudad sin luz, que me devolvió la imagen amarga de mi visita, en 1993, a la ciudad Siria de Alepo : una imagen de desolación y guerra. La Quinta de la Vega ya no tenía techo; a la de Corona se le había secado el arroyo; el Barrio de la Cruz Verde –el de los ñáñigos-, era un caos; la Casa de la Camarera había sido convertida en Museo Afrocubano, cuando en realidad era donde se atesoraba la Virgen de la Asunción, patrona de la villa. Las fábricas estaban destruidas; la panadería El brazo Fuerte sin pan; no conocía a nadie. Pero tuve la dicha de conocer a mi sobrino, a quien nunca había visto. Lo que había sido la gloria de mi Guanabacoa, no son ahora más que recuerdos : los baños de Santa Rita, la villa industrial con sus fábricas de toallas, de zapatos; los manantiales con hermosos jardines reconocidos por toda Cuba, La Cotorra y la Fuente Blanca; los Conventos de Santo Domingo y San Francisco, que han restaurado un poco, pero a los que no se les ha devuelto el alma; la vieja Ermita de Potosí con su Cementerio Viejo…
Me parece que para recuperar todo aquello habrá que ir a casa de un babalao, tendrá Guanabacoa que hacerse un despojo en su propia casa, en su geografía que fue sitio de cura y reposo desde los tiempos inmemoriales para todos los habaneros. Habrá que invocar a alguna potencia divina, poco importa de dónde, y tendrá la villa, si pudiera, que cantar aquella canción que de niña oía :
“ Me boté a Guanabacoa,
a casa de un babalao,
para que viera mi casa,
y a mí que estaba sala’o.
me cobraron uno cinco,
yo sólo pagué la mesa,
los gallos y las palomas
no entraron en esa cuenta…
¡Cuento…! ”
Quién sabe si revivirá entonces. Poco importa. Para mí Guanabacoa sigue evocando, con su muy cubano nombre, aquel “ lugar de las aguas ”, y a los 80 años sigue siendo la cuna de mis primeros y más dulces recuerdos.
*100 AÑOS (Boletín de la Asociación del Centenario de la República cubana), Año III, n° 27, París, marzo de 2002, pp. 24-29.
Leer, por favor, el maravilloso texto " R. " de Zoé Valdés.